Despiertas, regresas al mundo que suelen llamar “real”, ese en donde lo que sucede sí afecta, en donde lo que te pega duele, en donde el tiempo corre inexorable y el retorno no es opción aún.
Allí estás, sobre la cama, en el mismo cómodo colchón de hace algunos meses, cubierto por el edredón multicolor adornado con círculos y cuadrados que te hacen recordar un tablero de ajedrez, cruzado por rayas de diferente tamaño que van y vienen por toda la superficie de la tela.
Te levantas, motivado más por las luces molestas del celular y su incesante ruido de alarma. Lo tomas: 12 de marzo de 2010, 6:25 a.m., marca en su pantalla. Notas que han pasado cinco minutos desde que el “móvil” empezó a sonar. Desactivas la alarma y te diriges hacia la puerta café de lámina que da acceso a tu cuarto desde otros lugares de la casa. Presionas el interruptor que está sobre la pared, al lado derecho de la puerta: todo aparece ipso facto.
Te ves reflejado en el espejo del peinador que está frente a ti. Das la vuelta hacia la izquierda de la puerta, donde se encuentra lo material de lo que el espejo refleja, y allí se halla el ropero color madera con figuras de cisnes en sus dos puertas; y sobre él, la impresora aquella que de tanto trabajo te ha salvado. Caminas hacia la mesa que está a un lado del ropero y también cerca de la ventana cubierta por cortinas de fea y tosca tela color amarillo. Tomas de la mesa un vaso de agua y lo bebes, cuidando no derramarlo para no mojar la gran cantidad de hojas y cuadernos; pero sobre todo, para no estropear la computadora en la que pasas la mayor parte de tu día, sumergido en tu “realidad virtual”.
Regresas a la cama. Enciendes la vieja y pesada tele que está a los pies de esta. Poco a poco se empieza a ver la imagen: Canal 2. En su programación, un noticiario donde se habla del terremoto que afectó al país sudamericano de Chile hace apenas algunos días. Dejas de poner atención y te diriges hacia el cuarto de baño. Sobre el lavabo, la ropa que preparaste anoche; bajo él, el par de tenis y calcetines que utilizarás hoy.
Oyes caer las gotas de agua de la regadera. Ves el vapor que sale de esta. Te arden los ojos. Tomas la toalla. Escuchas el ruido de tu cepillo de dientes. Te vistes con ropa y tenis de marca no registrada, detalle que notas y observas que es el dolor de cabeza de muchos, pero que a ti en verdad no te importa. Lo piensas como una estupidez más surgida del capitalismo.
Ves hacia abajo. Miras los “vitropisos” que en conjunto de cuatro forman una figura entre circular y cuadrada; y en medio de esta, una especie de cruz. Está un poco mojado. Abres la puerta del baño y te diriges hacia el peinador. Sobre este, el gel que te aplicas en el pelo todos los días, la crema que maquilla lo reseco de tu piel, el perfume azul y el desodorante rojo que utilizas, algunos papeles y hojas.
Miras el marco del espejo en el que te viste reflejado a temprana hora. Ves escenas de tu pasado atoradas entre espejo y marco. Te percibes con un traje popular mexicano, uno de charro. Detrás de ti, personas que no conoces, que tal vez jamás sepas quiénes fueron. Piensas en lo mucho que te gusta esa foto.
Tomas tu mochila negra que se encuentra a un lado de la puerta, que abres al mismo tiempo con la intención de dirigirte a la universidad. Ves las paredes blancas de tu cuarto y todo aquello que apreciaste una vez más por la mañana, hace apenas algunos minutos más tempranos. Vuelves a oprimir el interruptor, todo vuelve a desaparecer. Escuchas el sonido metálico de la puerta al cerrarse, oprimes el botón que enciende la luz de tu reloj, lo observas: 7:05 a.m., y piensas para tus adentros: “Otra vez tarde”.
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